opinión
Zona y Stalker (o el órgano de creer)
por José Manuel Albelda
Basta de acertijos retóricos: el libro en cuestión se llama Zona, está escrito por el periodista británico Geoff Dyer, ha sido publicado recientemente en España por Mondadori, y la película, como podrán intuir los más devotos discípulos tarkovskianos, es Stalker.
A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si no hubiera descubierto, allá por el año 91, a las tantas de la madrugada en un ciclo de La 2 de Televisión Española, a Tarkovski: al Tarkovski de Solaris, de Stalker y de Sacrificio. Ese mismo Tarkovski cuya filosofía del Arte mantiene divorciada a la comunidad cinéfila -si es que tal ente existe-, suscitando en algunos la más absoluta de las repulsas, enardeciendo en otros la más sincera veneración hacia sus criterios estéticos; un fenómeno que se acrecienta, como si, con el permiso del señor Dreyer, estuviéramos ante el primer cineasta-mártir de la Historia. ¿Necesito decir en qué lado de la trinchera me encuentro yo?
Vayamos al grano. Uno se adentra en Zona y envidia a su autor, Dyer -un tipo que en Reino Unido debe ser muy popular pero del que yo hasta hace un mes no tenía la menor noticia- por el coraje de haber escrito este libro, difundido en nuestro país más de lo que pudiera parecer a simple vista, acerca de una película tan minoritaria y lejana como Stalker. Porque, reconozcámoslo, Stalker no es una película fácil ni cercana, pero Zona, el libro consagrado a ella, paradójicamente, sí lo es; y he aquí la primera cualidad de Zona: según se adentra el lector en este texto de Dyer repleto de digresiones extensísimas pero oportunas, descubre que se está ante una delicia literaria; siendo Zona una obra que transita a partes iguales entre la descripción y la reflexión, es un artefacto literario muy bien ensamblado, al estilo de cómo lo urdirían un Michel Houellebecq o de un Emmanuel Carrère, sólo que, en este caso, al estilo inglés.
Zona ilumina tantos ángulos muertos de Tarkovski que un servidor, como lector pero también como espectador, se siente profundamente agradecido a Dyer por escribir lo que uno tantas veces pensó para sí pero no acertó a expresar, porque el texto, además, es una conmovedora profesión de amor, no sólo hacia el cineasta ruso en particular sino hacia el Séptimo Arte en general.
Dyer conoce bien el universo de Tarkovski: ha visitado todos sus satélites, naturales y artificiales, y ha explorado a fondo las constelaciones Sokurov y Von Trier, y lo mismo se siente cómodo hablando -ustedes ya saben a qué me refiero- de un Tonino Guerra o de un Artemiev, del padre del cineasta, Arseni Tarkovski, de los maestros de todos los anteriores, de un Bach o un Leonardo, que de los Strugatski, de Stanis?aw Lem...
Sugería antes que Zona constituye un delicado equilibrio entre pensamiento y memoria fílmica. Esto es así porque el lector que se adentra en el texto, cualquier espectador, incluso sin haber visto previamente Stalker, gracias a esta prosa esclarecedora y directa, puede sentirse intensamente familiarizado con una película por la que nunca ha transitado antes. Esto, sinceramente, me parece un prodigio dentro del género literario al que Bresson bautizó como "cine para escribir" (la contraportada del propio libro reivindica pertinentemente dicho concepto). Porque es haber leído Zona y es haber visto Stalker. Esto es muy bueno y no tiene nada que ver con fidelidad o literalidad. No estoy hablando, claro, de la irredenta querella de si es preferible el libro y su ficción a su posterior adaptación al celuloide. No. Hablo de simbiosis, de complementariedad necesaria. Aquí, la maravilla, el antes o después de encontrarnos con libro o película, es indiferente: puede el cinéfilo conocer los recovecos de Stalker, haber visitado su misterio mil veces, y disfrutar de Zona al dotarse durante su lectura de los nuevos ojos que confiere Dyer. Por otra parte, el camino inverso, como decía más arriba, es igual de enriquecedor y placentero. Carecen de importancia, por tanto, los adelantos, las sorpresas reveladas en un sentido u otro... Porque, ¿a quién le importan aquí los spoiler, oiga, cuando de lo que se trata es de resolver el enigma de la esfinge?
Andrei habría sonreído por dentro si hubiera vivido lo suficiente para poder leer Zona. De esto no tengo ninguna duda.
Porque Zona y Stalker versan en realidad sobre lo mismo: hablan de un hombre que ejerce el oficio de guía atormentado, un ser triste, solitario, transido no obstante de esperanza, un antihéroe al estilo de Dostoyevski, un pobre diablo que es insignificante ante los ojos de los otros hombres pero que es muy valioso para nosotros (por lo menos para ustedes y para mí), una de tantas criaturas postreras que tiene el alma desgarrada quién sabe desde cuándo, un explorador que, como Andrei (sin su talento pero con su tesón), se empeña en creer. Es el Stalker un merodeador de lo inverosímil que cree que "el órgano de creer", allá donde éste se encuentre, aún atrofiado en los albores del siglo XXI, sigue conservando su función, su utilidad. ¿Qué otro significado tuvo, si no, la entera obra de Tarkovski? (Si desconfían, lean, lean su Martirologio, los diarios que felizmente ha alumbrado en castellano la editorial Sígueme y que son clave para entender al creador de El espejo y Rublev).
Gracias a Zona es fácil comprender que Andrei fue uno de los escasos stalker que en el mundo han existido, un profeta único pertrechado tan sólo de una cámara, que consiguió obrar un milagro allá donde el Arte y la Ciencia fracasaron, un poeta fílmico que trascendió la imagen y la palabra, y que fue capaz de esculpir en el tiempo.
José Manuel Albelda
José Manuel Albelda nació en Madrid en el año del estreno de THX1138, "Muerte en Venecia y La naranja mecánica. Es periodista y está especializado en la dirección de documentales y reportajes de largo formato. Ha presentado y dirigido programas radiofónicos de crítica de cine y disecciona la Historia del Séptimo Arte en decenas de rebanadas dentro del blog La vuelta al cine en diez películas.
Ha impartido cursos y masters en varias universidades de Madrid y actualmente es miembro de la Academia de Televisión. Ha escrito, dirigido y estrenado un par de obras de teatro, El casting y La película de tu vida, y desde 2001 (es casualidad la fecha, coincidente con el nombre de su película favorita) compone bandas sonoras para cortos y cabeceras de televisión. Actualmente está escribiendo una novela titulada El paciente cinéfilo.
Kubrick, Wenders, Tarkovski, Ozu, Kurosawa, Dreyer, Truffaut, Hitchcock, Ford y Lang, le han enseñado a desconfiar de la impostura en el Séptimo Arte y a discriminar la paja del grano.
Ama el sonido de su Fender Stratocaster casi con la misma intensidad que La palabra, Los siete samuráis y La delgada línea roja.
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