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Shame, y nada más
por José Manuel Albelda
Cuenta una leyenda apócrifa que el mismísimo Stanley Kubrick, tras visionar un montaje provisional de la que sería su última obra, Eyes wide Shut (1999), confesó con lágrimas en los ojos: “¡Creo que es mi mejor película!”. Más allá de que esta historia sea o no cierta y de que los muchos años nublaran algo su juicio, me he preguntado a veces por qué Kubrick, con el pretexto del vaporoso argumento que le proporcionaba el Relato soñado de Schnitzler, decidió embarcarse al final de su carrera en una película de terror, de terror he dicho, sí, de un terror tan espeluznante -o más- que el que inspirara El resplandor.
Hoy me he respondido a mí mismo.
Conociéndole como le conocemos, y agotado el género gótico cinematográfico como lo estaba a finales del milenio pasado, yo creo que lo que Kubrick pretendió al embarcarse en Eyes Wide Shut fue inspirar horror primordial, es decir, espanto del genuino, ese pavor que sobreviene sin sobresalto pero que nos arruga el alma para siempre, y lo hizo nada menos que a través de un planificado descenso a las simas más profundas de la sexualidad. Tratándose de Kubrick, lo logró, como no podía ser de otra forma, a costa de dar un fenomenal rodeo: el mismo rodeo que, dos décadas atrás, recorrería Zulawski en Lo importante es amar, aquel puñetazo romántico propinado a la altura de las vísceras emotivas y morales del espectador, magnificado gracias a la aberración óptica que inevitablemente confieren las lentes de la industria pornográfica.
Al final, en una y otra película, el sexo no fue sino una excusa formal, algo así como una paleta de colores no primarios con los cuales esbozar paisajes que los creadores no habrían conseguido dibujar mediante ningún otro recurso plástico. Es obvio que ni Kubrick ni Zulawski supieron ni quisieron filmar obras eróticas. Por eso, más que ante una exaltación de lo voluptuoso, nos hallamos aquí delante de escotillas, o claraboyas -escójase la metáfora que se prefiera-, que permiten vislumbrar realidades más profundas de lo que a simple vista pudiera parecer.
Pues bien; dicho esto, creo que lo mismo ocurre con Shame (Steve McQueen, 2011), que es también una esclarecedora oquedad que nos permite escrutar la desolación que extiende su ámbito hasta la última esquina de éste nuestro mundo postmoderno, allá donde queda la última frontera indómita, esa que algunos autores han venido en denominar “last green corner”.
Hablemos del personaje principal de Shame, Brandon Sullivan. Todo en él es misterio, un misterio desasosegante, triste, pero también un misterio repleto de fascinación. Ya sólo observándole en la primera secuencia de la película, viéndole caminar desnudo por su apartamento con la desinhibición de un Adán antes de la Caída, uno piensa para sí: quién o qué cosa es este ser que parece un reverso sombrío de los héroes masculinos de un Capra o un Preston Sturges. ¿Acaso éste Brandon Sullivan es un remedo, quién dice que no, de aquel Brando marchito del Último tango de Bertolucci?
Porque aquí, en Shame, Brandon, Fassbender, soberbio hibrido de Christopher Plummer y Joaquín Phoenix pero en clave metrosexual, es un poblador más de la metrópoli, un infectado que adolece de una anomia tal vez incurable, un alma torturada, un cautivo de su urbanidad, una criatura mórbida por no se sabe qué causa, un objeto silencioso que desde su obcecación por el sexo nos interpela durante toda la película a través de la carne de los otros, por medio de miradas que contienen reojos clandestinos, imploraciones de animal acorralado que no cesa de darse de topetazos con los barrotes de su jaula. He sugerido que Brandon busca la complicidad del espectador, pero, como lo hace tan intensamente, hay momentos de la película en que esta relación se vuelve insoportable, porque, sencillamente, no podemos socorrerle. Se trata de instantes, de fotogramas apenas, en que el infeliz desobedece sin complejos al eje de la cámara de McQueen, sin que, por otra parte, se quebrante la narrativa, impoluta, técnicamente hablando, de esta obra única; muy al contrario: Brandon, más bien, nos exige, nos implora, una contestación que aspire a satisfacer, siquiera por un instante, su ansia de respuestas. Y aquí, nosotros, los espectadores, es donde nos encontramos más sumidos que nunca en la impotencia, por nuestra incapacidad de comunicar con él.
Quién soy, qué soy, por qué soy.
No podemos saberlo.
En Shame no hay lujuria ni deseo, no hay pasión ni ternura. En Shame sólo hay sed. ¿Pero sed de qué?
Tampoco tenemos respuesta.
Shame no sería Shame sin Brandon Mulligan, como Shame no sería Shame sin Sissy, su hermana. Es así como, tras la irrupción en la trama de la película de ese milagro llamado Carey Mulligan y de éste personaje de Sissy (¿homenaje a la Schneider, quizá?), más allá de aquella súplica y de aquella sed de Brandon, aparece en sus ojos la vergüenza.
No puedo ni quiero volver a decir que la interpretación del New York New York de Mulligan es ya un momento antológico de la Historia del Séptimo Arte. Véanla y luego díganme si no.
¿Pero por qué la vergüenza? ¿Por qué la culpa? ¿Acaso Brandon Sullivan, erotonauta contemporáneo que navega en un océano pansexual de dimensiones inabarcables, tiene algo que reprocharse a sí mismo, libre como es para ejercer su libertad corporal allá donde sus apetitos le empujen?
Shame, como se ha insinuado, de erótica tiene bien poco. Como ocurriera con Eyes Wide Shut en el 99 y con Lo importante es amar en el 75, el Shame de McQueen es, seguramente, junto con el Anticristo de Lars VonTrier, cosecha del 2009, la doble bisagra en la que se sustenta y gira la ventana que asoma al vacío en el que transitamos en esta segunda década de nuestro siglo XXI.
Y nada más.
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Shame
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Título original:Shame
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Dirección:Shame
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Año de producción:2011
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Nacionalidad:Reino Unido
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Duración:97
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Género:Drama
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Fecha de estreno en España:2012-02-17
José Manuel Albelda
José Manuel Albelda nació en Madrid en el año del estreno de THX1138, "Muerte en Venecia y La naranja mecánica. Es periodista y está especializado en la dirección de documentales y reportajes de largo formato. Ha presentado y dirigido programas radiofónicos de crítica de cine y disecciona la Historia del Séptimo Arte en decenas de rebanadas dentro del blog La vuelta al cine en diez películas.
Ha impartido cursos y masters en varias universidades de Madrid y actualmente es miembro de la Academia de Televisión. Ha escrito, dirigido y estrenado un par de obras de teatro, El casting y La película de tu vida, y desde 2001 (es casualidad la fecha, coincidente con el nombre de su película favorita) compone bandas sonoras para cortos y cabeceras de televisión. Actualmente está escribiendo una novela titulada El paciente cinéfilo.
Kubrick, Wenders, Tarkovski, Ozu, Kurosawa, Dreyer, Truffaut, Hitchcock, Ford y Lang, le han enseñado a desconfiar de la impostura en el Séptimo Arte y a discriminar la paja del grano.
Ama el sonido de su Fender Stratocaster casi con la misma intensidad que La palabra, Los siete samuráis y La delgada línea roja.
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