Futbolín (Argentina 2013), la cinta inaugural de la 61 edición del Festival de San Sebastián, ha supuesto también un doble estreno. De un lado el certamen mismo mantiene su primer contacto con el cine en 3D, y de otro el director de la cinta, Juan José Campanella, hace lo propio con el cine de animación.

Sí, han leído bien: Campanella y animación en una misma frase. Y es que el realizador de El hijo de la novia, Luna de Avellaneda o El secreto de sus ojos se aleja -y cómo- de toda su producción anterior para contar, tableta digitalizadora y ratón en mano, la historia de Amadeo, un forofo del futbolín que se verá obligado a salvar a su pueblo de las manos de “el Crack”, enemigo de la infancia al que los años han convertido en un trasunto de Cristiano Ronaldo cegado por las ansías de venganza. Por suerte, Amadeo contará con el apoyo incondicional de Laura y la inestimable ayuda de unos compañeros de fatigas muy especiales. Terminan de aderezar el cóctel la casi ineludible historia de amor de este tipo de productos y la exaltación de valores como la amistad, la honradez o la abnegación.

Hasta aquí, como verán, todo es muy convencional. Y es que la película, reconozcámoslo, comienza francamente mal, partiendo de una historia tontorrona, arquetípica y demasiado infantil que hace temer lo peor. Sin embargo, paulatinamente y a buen ritmo, va creciendo hasta soportar perfectamente la comparación, quizá no con las mejores obras de Pixar, pero sí con la producción media del estudio, lo que aún hoy -y hasta que Disney no se encargue de remediarlo- no es decir poco.


Esto lo hace no ya sólo en lo formal, donde el filme raya a una altura más que digna con un buen manejo de la tercera dimensión, una dirección de arte realmente bonita y algunos detalles técnicos -el tratamiento de las grandes masas de gente o del pelo de los personajes humanos- que la hacen despuntar, sino gracias a situaciones y pasajes que apuntan de manera más que directa a la saga Toy Story y, sobre todo, a un buen puñado de secundarios herederos directos de las creaciones de Lasseter -ese Beto con el punto de egocentrismo disparatado de Buzz Lightyear o “el Loco” y su misticismo de saldo.

Es el carisma de este grupo el que logra mantener a flote de manera muy solvente lo que de otra manera posiblemente no habría funcionado. Además, para remata, Campanella nos reserva un largo y logradísimo clímax final que consigue casi por sí sólo hacernos salir de la sala con muy buen sabor de boca.

En definitiva Futbolín quizá no se halle entre las grandes cine de animación -tampoco es su intención-, pero sí es una película que se ve sin esfuerzo y con agrado, y que salvo contados altibajos, resulta entrañable, emocionante y divertida, muy divertida.