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El fantasma de la libertad (o la razón del sueño)
por José Manuel Albelda
Desde mi punto de vista, sólo tres cineastas han logrado reproducir con éxito la lógica de los sueños: Welles en El Proceso, Polanski en La semilla del diablo y Buñuel en El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté, 1974).
Ni Lynch, ni Guy Maddin, ni Cocteau, ni Hitchcock, ni, más recientemente, Nolan, a pesar de ser creadores impecables que se zambulleron con eficaz elegancia en las diferentes parcelas de lo surreal, lograron, en mi opinión, captar con fidelidad la sustancia primordial de que están compuestos los sueños, a los que Edgar Allan Poe denominó "pedacitos de muerte".
Poe tenía razón: los sueños y la muerte son muy parecidos. A menudo se olvida que los sueños y su reverso, las pesadillas, son, ante todo, verosímiles. ¿Y acaso hay algo más verosímil que la muerte? La muerte nos rodea como una segunda piel desde que nacemos hasta que dejamos de ser; como los sueños, que nos acompañan cada noche y aún durante la vigilia sin que podamos escapar a su hechizo. Antes que extraños o que siniestros, los sueños son inevitables, y presentan una iconografía y un flujo narrativo que se nos presenta con una naturalidad pasmosa, con la simplicidad de un tranquilo amanecer en la playa o de un café servido en la sobremesa. Esto es así porque, cuando soñamos, no desconfiamos de los decorados que despliega nuestra mente desinhibida, esos artefactos visuales tan queridos por los artistas surrealistas que conforman lo que aquel célebre novelista llamado Sigmund Freud -novelista he dicho, ¿quién lo pone en duda?- denominó "contenido manifiesto" del sueño.
En El fantasma de la libertad, como antes lo hicieran Polanski o Welles, Luis Buñuel radiografió en alta definición un sueño; o, para ser más precisos: catorce sueños, catorce contenidos manifiestos, catorce capítulos que se van enlazando con toda facilidad a lo largo de la película.
Buñuel, a sus setenta y muchos años, se sentía cómodo con el resultado de la que sería su penúltima cinta. No es para menos. Porque lo cierto es que Un perro andaluz y Belle de Jour, aun siendo obras maestras sintonizadas en sendas frecuencias oníricas, calibradas hoy bajo el criterio de verosimilitud narrativa que antes he señalado, es decir, la fluidez onírica, resultan un poco más más artificiosas que El fantasma de la libertad.
No sé lo que pensarán ustedes al respecto, pero tengo la sensación de que para el psicólogo, para el psiquiatra y para el filósofo social El fantasma de la libertad es muy amena, incluso de referencia bibliográfica obligada. Como si estuviera hecha a la medida de sus necesidades. Pero no sólo eso.
En El fantasma de la libertad los personajes se conducen a través de situaciones menos absurdas de lo que pudiera parecer a simple vista. El espectador, de hecho, se siente un tanto desubicado -aunque no perdido- durante su metraje: porque, al final, todos los contextos de las tramas y las subtramas de la cinta son preocupantemente familiares. No olvidemos que aunque la razón genera sus sueños, no es menos cierto que los sueños también tienen sus razones. No es por provocar, pero a excepción de algunas claves ocultas de la película como son la aparición reiterada del avestruz y la doble referencia al "¡Vivan las cadenas!", en esta obra no hay pretensión real de envolvernos en el absurdo: lo que sí hay es una inversión deliberada de las convenciones sociales, que son cuestionadas inmisericordemente por el autor. Pero es bien sabido que esa fue la obsesión -y gran paradoja- de toda la obra de Luis Buñuel. Antes de ver El fantasma de la libertad, baste saber que la película se asemeja a unos guantes vueltos del revés cuyas costuras nos hicieran sentir incómodos al enfundar nuestras manos, o, si se prefiere, a un texto escrito reflejado en un espejo cuya lectura invertida resultase costosa por falta de práctica. Con un poco de esfuerzo, uno se acostumbra a estos inconvenientes e incluso disfruta de que alguien se haya molestado en poner los obstáculos delante.
De todas sus imágenes, absolutamente memorables son las historias nocturnas que se entrelazan en la secuencia de la posada rural: monjes disolutos que juegan con abnegación al póquer e imposibles parejas de amantes que viajan a ninguna parte; impagable, por otra parte, es la historia de los padres que acuden al inspector de policía para que les encuentre a su hija pequeña -¡que en realidad está delante de ellos todo el tiempo!-, e inolvidables, por ser ya parte de la iconografía social más reconocible de Buñuel, la escena de aquellos invitados que, sentados sobre inodoros, conversan tranquilamente en el salón acerca de los detritus que genera al año la raza humana.
¿Vigencia actual de la película? Poco me importa si su mensaje político subterráneo ha quedado trasnochado. Nunca me interesó esta pretensión de Buñuel obviamente referida a la España de la pretransición. Me fascina lo otro, lo surreal, lo clínico, la inmersión en las parcelas a las que todos regresamos cada noche, nuestra patria onírica. Ahí puedo afirmar sin pillarme los dedos que El fantasma de la libertad, aún vista casi con 40 años de perspectiva, ha envejecido como el buen vino: uno la degusta despacio, con delectación, recreándose en su aroma.
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El fantasma de la libertad
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Título original:Le fantôme de la liberté
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Dirección:Le fantôme de la liberté
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Año de producción:1974
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Nacionalidad:Italia, Francia
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Duración:104
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Género:Tragicomedia
José Manuel Albelda
José Manuel Albelda nació en Madrid en el año del estreno de THX1138, "Muerte en Venecia y La naranja mecánica. Es periodista y está especializado en la dirección de documentales y reportajes de largo formato. Ha presentado y dirigido programas radiofónicos de crítica de cine y disecciona la Historia del Séptimo Arte en decenas de rebanadas dentro del blog La vuelta al cine en diez películas.
Ha impartido cursos y masters en varias universidades de Madrid y actualmente es miembro de la Academia de Televisión. Ha escrito, dirigido y estrenado un par de obras de teatro, El casting y La película de tu vida, y desde 2001 (es casualidad la fecha, coincidente con el nombre de su película favorita) compone bandas sonoras para cortos y cabeceras de televisión. Actualmente está escribiendo una novela titulada El paciente cinéfilo.
Kubrick, Wenders, Tarkovski, Ozu, Kurosawa, Dreyer, Truffaut, Hitchcock, Ford y Lang, le han enseñado a desconfiar de la impostura en el Séptimo Arte y a discriminar la paja del grano.
Ama el sonido de su Fender Stratocaster casi con la misma intensidad que La palabra, Los siete samuráis y La delgada línea roja.
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